Entrevista - Paula Pellejero

Pensar la imagen en movimiento no siempre es igual. A pesar de la estandarización del

movimiento que supuso el dispositivo cinematográfico a priori y desde sus inicios, Paula

Pellejero encuentra espacios para hacer del material fílmico un lienzo – recurriendo a

técnicas de barrido de la imagen original- un soporte que como tal permita sostener sus

investigaciones de color y textura.

Desde su época como estudiante en la Escuela Nacional Prilidiano Pueyrredón durante la

década de los noventa, la imagen en Paula se empezó a vincular con el movimiento de

distintos modos.

El primero de ellos fue el video arte, práctica poco visitada en su formación académica y

que solo llegó a ella gracias a una amiga. Habiendo terminado su carrera, se decidió por

emprender un proyecto documental sobre una artista con una cámara en Super 8. La

premisa que guiaba este trabajo era filmar lo que acontecía. Sin embargo, el proyecto no

resultó como se esperaba – fue un desastre- asegura Paula, y fue abandonado, al menos

por un tiempo.

Otro de los modos de trabajo con fílmicos fue la intervención de material de archivo. De

la mano de un grupo de amigos llegaron películas pornográficas en Super 8 que Paula

intervino con pigmentos proveniente de plantas (técnica que acompañaría a muchos de

sus proyectos posteriores) buscando una relación con el color a partir de la

experimentación con elementos de su cotidianeidad, como así también, la utilización de

sangre menstrual. El material orgánico para la realización de pigmentos naturales

apareció a partir de estas búsquedas y desde ese momento, nunca lo abandonó.

Según Paula, su producción audiovisual siempre se vinculó con su producción plástica,

pero implicaba otra forma de pensar y de relacionarse con los objetos. Le interesaba el

estudio de la imagen en movimiento en relación con las posibilidades de performatividad

de las figuras.

Dentro de sus proyectos, realizó también una residencia en Mar del Plata lo que le

permitió experimentar con algas marinas, las cuales incorporó a sus películas. Sin

embargo, hay un proyecto que acompaña a Paula hace varios años y que se ve

materializado de distintas formas en sus trabajos. Una investigación sobre viviendas

demolidas en Ingeniero White de donde es oriunda su familia paterna y, a su vez,

motorizada por la desaparición material de la casa de su abuela que había sido demolida

debido a los efectos de la actividad industrial de la zona.

Actualmente Paula piensa su producción audiovisual como instalaciones o pinturas en

movimiento. En cuanto al sonido, también es un elemento importante en sus trabajos ya

que en muchos de ellos empezó a cobrar una progresiva relevancia. A partir de su

incursión con material fílmico de 16 mm, buscó incluir la sonoridad de los materiales con

los que trabajaba. Los elementos orgánicos adheridos al soporte fílmico, pasados por el

proyector, y su vez por las manos de Paula, dio lugar a que se expresaran sonoramente a

partir de un ritmo propio que iba más allá de las posibilidades del ritmo continuo del

proyector.

Hoy en día Paula es invitada a distintos espacios educativos y expositivos en donde sus

películas parecieran, al menos durante lo que dure la proyección, tener autonomía de sus

trabajos plásticos, sin embargo, es importante tener en cuenta las redes tejidas entre sus

distintas producciones, no para darles un valor que por sí solas ya tienen, sino más bien

para experimentar las cualidades y pequeños estratos del mundo orgánico y microscópico

que nos rodean, que las proyecciones amplifican y Paula nos invita a descubrir.

El universo fílmico de Gonzalo Calzada dentro del género fantástico.

Por Paulo Pécora

El cine de terror argentino vive un momento de reconocimiento local e
internacional nunca antes imaginado. La calidad de sus propuestas, tanto a nivel
narrativo como a nivel técnico y estético, es en gran parte el resultado de un
trabajo perseverante y prolongado en el tiempo, especialmente a partir de la
aparición a fines de los años ‘90 de una camada de realizadores que llevaron
adelante sus sueños sangrientos, su amor por el miedo y la fantasía, pese a la
falta de interés institucional y a los pocos recursos económicos que poseían.
La autogestión y el amor por el cine –en este caso, por un género tan particular
como el terror- condujo a muchos de estos cineastas a un presente sumamente
alentador, concreto, en el que propuestas perturbadoras como “Cuando la
maldad acecha”, de Damián Rugna, lograron éxitos de taquilla inesperados (más
de 300 mil espectadores en ese caso), estrenos en plataformas online, además de
premios y reconocimientos en diversos festivales internacionales.
Es un movimiento sumamente rico y vivaz, que superó con imaginación e
inteligencia la falta de atención periodística y de medios financieros. Su origen es
difícil de señalar con certeza, pero podría hallarse en “Sueño profundo” (1997) y
“La última cena” (1999), los primeros cortometrajes que Daniel De la Vega filmó
mientras cursaba sus estudios en la Escuela Nacional de Experimentación y
Realización Cinematográfica (Enerc). O también, por qué no, en “Plaga zombie”
(1997), la sorprendente obra clase B filmada artesanalmente por un grupo de
amigos amantes del cine de terror conducidos por Pablo Parés y Hernán Sáez,
que generó una exitosa saga y provocó una revolución creativa en el cine de
género argentino.
La inercia innovadora provocada por estos jóvenes irreverentes (por ir contra el
status quo y filmar a pesar de todo, contra viento y marea) siguió con obras
emblemáticas como “Habitaciones para turistas” (2005), de los hermanos Adrián
y Ramiro García Bogliano, y se perpetua en la actualidad con las recientes “Muere
monstruo, muere”, de Alejandro Fadel, “Historia de lo oculto”, de Cristian Ponce,
“Los olvidados”, de los hermanos Nicolás y Luciano Onetti, “Los que vuelven”, de
Laura Casabé, y “Necrofobia” y “Ataúd blanco”, ambas del mismo De la Vega.
En la misma línea, de manera silenciosa pero sostenida, Gonzalo Calzada viene
explorando el universo fantástico desde sus primeros cortometrajes en la
Universidad del Cine de Buenos Aires, a donde compartió sus estudios con
cineastas de renombre internacional como Pablo Trapero, Bruno Stagnaro y
nada menos que Andrés Muschietti, otro cultor del género fantástico, el terror y
la fantasmagoría desde su cortometraje “Fierrochifle”, en 1994, al que siguieron
luego films como “Mamá”, “It” y “Flash”.
Calzada se inscribe en esa tradición, y la mantiene viva con obras aterradoras
que encierran una enorme pasión y mucho riesgo estético y técnico. “La puerta”
(1994), “El milagro de la sangre” (1996), “Valdemar” (2000) y “Mandinga”
(2002), son cuatro cortos filmados en 16 milímetros en los que comenzó a
delinear un estilo sumamente personal marcado por historias sobrenaturales y
el uso creativo de la cámara y los procesos fotoquímicos para crear atmósferas
opresivas y situaciones narrativas de extrañamiento y terror.
El trabajo de Calzada va mucho más allá de la superficie amenazante de sus
historias, ya que desde sus inicios reflexiona y lleva adelante una investigación

minuciosa acerca de las propiedades expresivas –y alquímicas- del material
fílmico, la incertidumbre que implican sus procesos manuales y la posibilidad
cierta –siempre inquietante aunque bienvenida- de errores y azares.
Con esos criterios de valoración de la imagen fotoquímica, el cineasta desarrolló
los siete largometrajes que filmó hasta la fecha: “Luisa” (2009), “La plegaria del
vidente” (2012), “Resurrección” (2015), “Luciferina” (2018), “Nocturna Lado A.
La noche del hombre grande” y “Nocturna Lado B. Donde los elefantes van a
morir” (2021) y “Lipán” (2023).
“Lo fotoquímico nos permite evidenciar la imagen tangible, que además es un
misterio. Podemos controlar el proceso hasta un punto, pero lo más interesante
es justamente lo que no podemos controlar, aquello que se nos escapa, porque
ahí aparece lo poético, se atrapa lo que ocurre, se captura el tiempo. Y el film se
materializa como una obra poética”, explicó Calzada.
El cineasta puso en práctica en el lado B de “Nocturna” un sinnúmero de recursos
fotográficos en 16 y Super 8 milímetros para representar el horror de un anciano
solitario perdido en la nebulosa de sus recuerdos, la paranoia, el encierro y el
miedo a los espectros que moran en los pasillos de su edificio, tan asfixiante y
amenazante como el condominio de ‘El inquilino” (1976), el gran film de terror
psicológico de Roman Polanski.
Calzada afirma que “la elección del fílmico era la posibilidad de materializar en
forma orgánica la degradación, la pérdida de la memoria, la confusión perceptiva
del personaje y lo que va quedando en las paredes, lo espectral, las grietas en el
celuloide y las grietas de los espacios en los que habita Ulises”, el anciano
solitario interpretado por el recordado Pepe Soriano, cuya sensibilidad
perceptiva se va agudizando con la edad.
Basado en su propia novela, Calzada trabaja sobre la claustrofobia y la
desesperación de un anciano acosado por los fantasmas del pasado, la soledad, la
nostalgia y, especialmente, por los espectros de su esposa (una inquietante
Marilú Marini) y de una vecina –fotógrafa y pianista- que tiempo atrás se quitó la
vida arrojándose al vacío y estrellándose en el patio interno de su departamento.
La utilización de cámaras analógicas de 16 y Super 8 milímetros le permitieron al
cineasta generar efectos sumamente atractivos, a través de los mecanismos
propios de esas máquinas, como la posibilidad de filmar cuadro por cuadro o
trabajar con obturaciones variables y sobreimpresiones para plasmar de forma
espectacular lo fantasmagórico, el movimiento aterrador de los espectros, pero
de manera fotográfica, sin apelar nunca a trucos o efectos especiales de
postproducción.
Se trata de una decisión estética y formal muy acertada para este tipo de
películas de género fantástico, que mantiene vivo un legado histórico
cinematográfico –técnico y narrativo- que nace en la primera etapa del siglo XX,
con la obra incipiente de autores de gran trascendencia mundial como Jean
Epstein (“La caída de la casa Usher”, 1928, basada en el cuento homónimo de
Edgar Allan Poe) y Germain Dulac (“La caracola y el clérigo”, 1928, con guión de
Antonin Artaud).
De esos autores, Calzada mantiene el interés por las posibilidades mecánicas de
la cámara fílmica (cámara lenta, en reversa, obturaciones variables,
sobreimpresiones, cuadro por cuadro), pensando y ensayando siempre formas
novedosas de generar imágenes táctiles, plagadas de texturas, velos, suciedades,
que lejos de sentirse como errores fortalecen la narración y la atmósfera

siniestra de sus historias, dándole un carácter corpóreo al terror. Casi como si el
miedo pudiera tocarse y sentirse en carne propia al mismo tiempo que se
desarrolla en la pantalla.
“En términos técnicos, el celuloide siempre me fascinó. Esa sensación viene de lo
tangible. Cuando era joven hacía mis propias diapositivas, tenía un proyector, y
me dolió mucho con el tiempo la pérdida de la materialidad, que está en todo, en
las latas, en el material e incluso en el ruido de la cámara, que envuelve a los
actores y es como si se estuviera atrapando el tiempo. De hecho, en ‘Nocturna”
filmamos a 18 cuadros por segundo para darle otra velocidad a la captura del
tiempo”, recordó Calzada.
Para el cineasta, además de otorgarle una materialidad táctil al resultado, el uso
de película fílmica “es como volver al concepto de la no reproductividad técnica
del arte, algo así como devolverle su aura al film, recuperar algo que se fue
perdiendo en los avances digitales y en esa posibilidad de copiado infinito. Con el
film, en cambio, se recupera eso que es único, aquello que ocurre en un momento
determinado y que no puede repetirse”.
¿Con qué emulsiones y cámaras trabajaste para filmar “Nocturna”? ¿Por
qué?
Filmamos con película reversible Ektachrome (color) y Tri-X (blanco y negro), y
también con negativo color 500 T. Para el material de 16 milímetros usamos la
cámara Arri BL de la Universidad del Cine, a propósito, porque la idea era
hacerse cargo de las marcas propias de la emulsión. De esa manera estábamos
conectados con la degradación del cuerpo del protagonista, ya que el material
fílmico simbolizaba un poco eso. Para lograrlo trabajamos mucho con la
materialidad y la agudización de ciertos efectos artesanales, como abrir un poco
la cámara para generar veladuras, usar lentes con hongos y no limpiar la cámara.
Y para el material Super 8 usamos tres cámaras diferentes, una Canon, una
Chinon y una Minolta.
¿Ya habías trabajado con el formato de paso reducido de Super 8
milímetros?
Volví al Super 8 con “Nocturna”. Ya había hecho Super 8 en Córdoba en los años
‘80. Es un formato que, al igual que el 16 milímetros, le da un carácter más
humano al proceso, ya que el celuloide responde al tacto. Creo que el formato
fílmico debe responder a un concepto. Por ejemplo, en mi última película sobre el
artista Tomás Lipán, me parecía que el fílmico era lo más adecuado para
registrar a un tipo que se vincula tanto con la tierra. Para mi el celuloide
representa el cuerpo, lo tangible, lo que puedo tocar. Y es justamente por eso que
usé el formato Super 8. No porque quede lindo, sino porque hay una conexión
directa con ese contacto tan estrecho con la tierra de Lipán. Fue como una forma
de ofrendar algo. En este caso, un pedazo de celuloide.
¿Cuáles son los criterios entonces que te llevan a trabajar con material
fílmico?
Es algo que no tiene que ver con la moda o la nostalgia, sino con algo más
conceptual. Todos atravesamos los avances y cambios tecnológicos, por eso mi
mirada es que el celuloide es una imagen/cuerpo, imagen que tiene cuerpo y
materialidad. En “Nocturna”, donde registré a Pepe Soriano, hay parte de su

cuerpo y de su alma, algo que se impregna en el celuloide. Algo que recuerda al
cuento “El retrato oval”, de Edgar Alan Poe. Lo fílmico en “Nocturna” es algo más
simbólico: es el cuerpo en degradación, la repetición y el bucle del espíritu de su
vecina que no reconoce su condición de espectro y no puede salir de ese bucle
hasta que alguien como Ulises se lo hace ver. Siempre intento que haya un
concepto detrás de cada uso que hago del material fílmico.
¿Cuál fue tu primer acercamiento al trabajo con materiales fílmicos?
Mi primer trabajo con 16 milímetros fue un cortometraje curricular que hice en
1994 cuando estudiaba en la Universidad del Cine. Se llama “La puerta”, y narra
el drama de un hombre encerrado en un bucle de película. Está atrapado en el
celuloide. Y ahí fue cuando empecé a comprender que el formato forma parte del
proceso estético, no es un soporte solamente, sino que es algo que funciona
haciéndolo evidente. Además,
“La puerta” fue el primer corto en 16 milímetros blanco y negro revelado en el
laboratorio de la universidad, que había sido puesto en funcionamiento por Cobi
Migliora. Fueron cinco rollos de 16 milímetros blanco y negro. Hubo una
pequeña falla en el revelado y me decían que el material había quedado
inservible, pero para mi estaba mucho mejor de lo que esperaba y así fue que lo
usamos creativamente.
¿Cómo surgió la idea de hacer un Lado B de “Nocturna” con
sobreimpresiones, veladuras, cambios de velocidad, cuadro por cuadro,
pruebas y ensayos visuales que finalmente no quedaron en la parte
principal?
Durante la filmación de “Nocturna” hicimos varios ejercicios de improvisación
con los actores en Super 8 y 16 milímetros, pero no sabíamos qué iba a pasar ni
qué íbamos a hacer con eso. Finalmente quedaron afuera de la historia principal.
Pero yo insistía en que quería hacer un lado B, porque la película se basaba en mi
propia novela, que de alguna manera es un texto en espejo con dos partes: una
mirada objetiva/narrativa y otra subjetiva, que representa el fluir de la
consciencia de Ulises.
Me fui dando cuenta que la cara B de “Nocturna” es una contestación a la cara A,
donde se narra prolijamente una historia, mientras que la B es una reflexión
acerca de uno mismo, una contestación lúdica al carácter comercial de la parte A.
De esa manera se confrontan dos modelos estéticos que se complementan,
dialogan, no se anulan. No son películas separadas sino diferentes maneras de
ver la realidad. Por suerte pude pasarlas juntas en el Buenos Aires Rojo Sangre y
en el Festival Macabro de México.

¿A qué atribuís el uso que muchos cineastas hacen hoy del material
fílmico?
Es una cuestión cíclica, hay como un eterno volver del fílmico, que está vivo. Algo
así como la figura alquímica del Ouroboro, que es un dragón mordiendo su
propia cola. Sin embargo, no se vuelve al fílmico por la nostalgia, se vuelve
porque tenemos cuerpo. Ingmar Bergman decía que el sentido del cine es el
tacto. Los rollos existen, y ahí están atrapados los actores. No están en una
virtualidad o en un disco rígido. El uso del film es una manera de ver la vida
frente a la inmaterialidad de la tendencia actual. Está la idea de dejar grabado en

el film nuestra propia grafía, y eso tiene un carácter aurático, ya que queda algo
ahí pregnante. Creo que eso hay que recuperarlo.
¿Se puede decir que trabajar con fílmico es hacer un poco de alquimia?
Creo que el proceso fílmico es muy alquímico. Hay una analogía directa entre
alquimia y cine. El plomo se transforma en oro. El film se transforma en otra
cosa. Se re-vela y ocurre algo. Tenés una imagen en latencia que no sabés qué va
a pasar, pero que se puede transformar y entonces esos haluros de plata se
revelan y transforman con el tiempo, como en la alquimia. Todo es un ritual. El
material esconde una nobleza.
¿Lo mismo podría decirse de la cámara y los elementos mecánicos que
rodean el proceso fílmico?
Toda la aparatología del cine es simbólica, hasta los carretes y las cámaras tienen
formas simbólicas. Toda esa simbología también se va perdiendo. La linterna
mágica fue reemplazada por otros dispositivos más fríos y matemáticos. La
linterna es la cámara oscura y la caverna de Platón. Siempre hay un cuerpo que
responde. En las sombras chinescas están las manos que hacen las figuras, en lo
digital no. Todo está vinculado al trabajo físico, corporal. La emulsión y el
celuloide te pueden lastimar, te puedo quemar o cortar. El mismo negativo tiene
corrosión, se degrada, se fosiliza, se transforma en polvo. Se ha perdido la
intensidad de eso en la actualidad. Se perdió la locura de la vanguardia, la
reivindicación de la pasión, el sacrificio y el enamoramiento del fílmico. Por eso
creo que debemos pasarle ese fuego a las nuevas generaciones, para que lo usen
y lo mantengan vivo.

Lo que sigue es un fragmento del guión original de Gonzalo Calzada para el Lado
B de “Nocturna”, que lleva como título: “Donde los elefantes van a morir”.
Escena 1
La cámara oscura / Elena monólogo intro (un manifiesto encubierto) / Todo este
texto va en off sobre un continuado de manchas y texturas de celuloide que
nunca terminan de tomar forma.
Los fantasmas tienen gravedad,
lo espectral viene de sus huesos, de los pelos, de las
uñas, la gangrena y los bordes mentales.
No hay fantasma que no haya tenido un cuerpo.
Por eso prefiero las cámaras viejas de rollo y emulsiones,
que las cámaras digitales que no saben susurrar.
Prefiero el artefacto que esconde sus reflejos solo con el
polvo, que huele y que puede escupir, morder, latir y
lastimar.
Extraño ese territorio del rollo traslúcido, el rito de
detener el tiempo y descender la habitación a una caverna
donde un dragón enciende los fantasmas de un ovillo de

SÚPER 8 a una pared que los recuerda y los vuelve a
olvidar.
Avanzar, detener, abrir, exponer, cerrar, avanzar, detener,
abrir, exponer, cerrar, avanzar, nacer, abrir, pelear,
exponer, amar, cerrar, morir, avanzar, nacer, abrir,
pelear, exponer, amar, morir, cerrar.
Por eso prefiero las imágenes con forma, las que puedo
tocar y ver a través del sol.
Así puedo reclamar al desamparo y rayar el recuerdo.
Petrificar los rostros que sonríen horribles (y tiernos) a
la lente.
Prender fuego el celuloide.
Herir la lámpara y clavar la sombra en la pared, para que
la ilusión quede atrapada y no haya más latidos.
Avanzar, detener, abrir, exponer, cerrar, avanzar, detener,
abrir, exponer, cerrar, avanzar, nacer, abrir, pelear,
exponer, amar, cerrar, morir, avanzar, nacer, abrir,
pelear, exponer, amar, morir, cerrar.
Algo me arrastra hacia adentro, es un deseo que no tiene
fondo y me espanta.
Por eso sigo buscando abrigo con la vieja cámara. Porque
puedo aferrarme a un rollo, cargarlo, saber que está ahí,
que es un cuerpo frágil como el mío: acetato, celulosa,
tejido de gelatina, cartílagos y huesos donde se esconden
los granos de plata que serán desvirgados de forma
misteriosa, impredecibles, igual que nuestro cuerpo cuando
lo exponemos al dolor.
Avanzar, detener, abrir, exponer, cerrar, avanzar, detener,
abrir, exponer, cerrar, avanzar, nacer, abrir, pelear,
exponer, amar, cerrar, morir, avanzar, nacer, abrir,
pelear, exponer, amar, morir, cerrar.
La cámara tiene que ser oscura para que entren las cosas en
su interior, un rollo no termina de nacer sino se revela, y
lo que es revelado ya no le pertenece a nadie.
En el celuloide no hay pixeles que ordenan las cosas, hay caos,
metamorfosis, pasión y también putrefacción. Cuerpos que
algún día esconderán el decoro devorados por los hongos,
que perderán el sentido de la huella acusando solo grietas,
manchas y polvo hasta volverse imágenes de una memoria sin
gravedad. Fantasmas.